Los lugares a los que no podemos entrar
Siempre que caminaba por la avenida 12 de Octubre giraba mi cabeza a la izquierda en medio del trayecto. Me fijaba en aquella gran casa que parecía abandonada, cuyo techo oxidado y ocre sobresalía entre una espesa vegetación verde, salvaje y descontrolada, y unos muros descuidados y despintados.
Cada día esa propiedad, gigante y olvidada, me despertaba una intensa curiosidad. Quizás era su techo, compuesto de láminas descuidadas y viejas de distintos colores. Quizás eran sus ladrillos despintados, inundados de árboles que crecían sin control alguno. Quizás fueron sus muros exteriores, despintados, llenos de graffitis y, aun así, con una flamante y nueva cerca eléctrica que rodeaba toda la propiedad. Incluso cuando allí parecía no vivir nadie, alguien se esforzaba en cuidar aquel edificio degenerado por el tiempo.

Un atardecer de un día despejado caminaba el mismo trayecto y giré mi cabeza como en todas las anteriores ocasiones. Ahí fue cuando lo vi. Todas las ventanas tenían las cortinas herméticamente selladas menos una, la más alta. Una luz amarilla se filtraba por el cristal, y su intensidad sobresalía más rodeada de tanto concreto muerto. Ninguna sombra, ninguna
otra luz, solo aquella ventana. Me quedé parado y observándola desde lejos durante un largo rato. El cielo oscureció y la ventana seguía allí, inamovible. Aquella noche me imaginé todos los escenarios posibles ¿acaso vivía alguien en esa casa, entre aquellos ladrillos viejos y bajo ese techo oxidado?
La casa siempre me pareció un refugio entre todos los edificios de cemento del barrio, altos e intimidantes. Un pequeño bosque salvaje, abandonado y sin contacto humano, un terreno que había vuelto a ser virgen. Hasta esa ocasión. Al día siguiente, por la tarde, me encaminé y examiné los muros. Recorrí la cuadra completa dos veces, examinando las esquinas. Todo lucía abandonado, sucio y lleno de basura. En una entrada de metal negro, las cartas y afiches promocionales se amontonaban en la ranura del buzón. Y luego, en un garaje ubicado al lado opuesto del lado de la casa que veía todos los días, se apareció ante mí un pequeño punto de luz azul. Era una moderna cámara de seguridad, justo encima del timbre.
Parecía que alguien se esforzaba por asegurarse de que aquella casa siguiera teniendo la pinta de estar abandonada. Alguien que también se preocupaba por su seguridad, tanto para instalar varios cercos de malla eléctrica y modernas cámaras alrededor de la propiedad. Una vez que vi una, no pude parar de ver las demás. En un acto impulsivo, provocado tal vez por la curiosidad mórbida que para ese punto me provocaba aquella construcción, aplaste el botón. Una voz femenina y anciana me contestó, después de unos segundos.

Me presenté y pedí hablar con el dueño. La señora no escuchaba bien, así que tuve que repetirlo varias veces. Ella solo atinó a decir que ahora eso era una propiedad privada, que varias familias vivían allí. No sonaba muy convencida. Una voz femenina más joven surgió, más lejana. Reclamó algo a la señora que no pude distinguir, y el intercomunicador quedó
en un silencio súbito. Un espinazo de mal instinto me recorrió. Tape mi cara tan rápido como pude y seguí con mi camino.
Existe poquísima información sobre aquella gran mansión. Su nombre oficial, o al menos el que figura en los registros históricos, es Palacio de Barba. Fue construido en 1920, y es uno de los pocos edificios antiguos que quedan en el barrio. Los artículos y entrevistas que existían en el internet han sido borrados, todos.
Descubrir aquello no hizo más que despertar todavía más mi curiosidad, que se estaba tornando en una obsesión para aquel punto.
Los últimos rumores que se pueden encontrar, de hace casi siete años, dan cuenta de que la casa estaba en venta, por un gigantesco valor. Otros rumores apuntan a que la casa fue adquirida, finalmente, por un empresario mexicano. Y ya, nada más, total silencio.

La mañana siguiente acudí a la otra entrada, repleta de maleza podrida y basura, y toque el segundo timbre. Esta vez me contestó la voz de un hombre mayor. Me preguntó, de manera brusca, qué buscaba. Le dije que quería hablar con el propietario del lugar para conocer la historia de aquella casa. Me contestó secamente que no estaba y que era prohibido. Me lo repitió dos veces, como para que me quedara claro, y cerró la comunicación.
Al no poder acercarme, subí a uno de los grandes edificios aledaños y vi con atención la vista aérea de aquella mansión. La casa era mucho más grande de lo que hacía parecer desde afuera. Ocupa gran parte de la cuadra, y tiene detalles hermosos. Unas escaleras de piedra, invadidas por el musgo, conducen a la entrada principal de la mansión. Un largo camino de cemento blanco rodea el lugar, cuyas ventanas están llenas de cortinas que siempre están cerradas. El detalle que me generó la curiosidad más salvaje, y también un sincero calor en el fondo del pecho, fue el verdor que cubre toda la casa y sus alrededores.
Derrotado, fui y busqué otros lugares. Recorrí otras calles y visité otras historias. Pero el Palacio de Barba flotaba sobre mí, invisible, como un peso pesimista más.
Me pasa lo mismo cada que paso por la 12 de Octubre. ¡Esa casa inspira una sensación de curiosidad insólita por descubrir todos sus secretos!